Cristina y la trampa de la autoproscripción

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Cuando meses atrás, en tiempos de la asunción de Sergio Massa como superministro, casi todos los análisis consideraban a Alberto Fernández como un cadáver político, el presidente parecía darles la razón, acotando drásticamente su exposición y corriéndose voluntariamente del centro de la escena.

Con el paso de los meses y el provisorio aquietamiento de las aguas de la política que consiguió el nuevo funcionario, aferrándose al acuerdo con el FMI con el apoyo tácito de Cristina Fernández, lo que le valió la aprobación de los mercados y del frente externo, Alberto comenzó a reaparecer. En dosis homeopáticas primero, con mayor exposición después. Hasta que la Justicia dispuso la condena de Cristina. Y allí la vicepresidenta cometió uno de sus mayores errores políticos: se autoproscribió como candidata en todas categorías.

La decisión impulsiva que tomó por entonces significó un costo enorme para todo su espacio. Sin Cristina en el juego, la capacidad de negociación del cristinismo se devaluó fabulosamente. Tal como sucede con la mayoría de los grandes líderes, no permitió que creciera ningún sucesor a su sombra. Los que aparecen como tales –como Axel Kicillof“Wado” de Pedro o el propio Máximo Kirchner– no tienen entidad propia. Ni siquiera capacidad concreta: por más que el gobernador intente aferrarse a la reelección, está claro que una simple señal de su jefa lo convertiría en precandidato presidencial, más allá de su voluntad.

¿Podría tener que dar Axel este paso? La respuesta es simple: sin Cristina en las listas, y careciendo de un candidato presidencial capaz de generar un efecto de arrastre, sus chances de reelección quedan canceladas.

Por más “operativos clamor” que se intenten, Cristina difícilmente decida ser candidata presidencial. El eje de la iniciativa del cristinismo para revertir su decisión parte de una contradicción irresoluble: si está efectivamente proscripta no puede ser candidata; si, en cambio, presentarse depende de su voluntad -dejándose convencer-, la proscripción denunciada no existe.

Pero además existe otro problema. Si cambia de parecer, su palabra quedará aún más devaluada. Podría ir a buscar su reelección como senadora, pero eso podría ser interpretado como una necesidad de conseguir fueros para evitar que su condena se haga efectiva, por lo que recrudecerían las sospechas sobre su credibilidad.  También podría llegar a aspirar a la presidencia, pero los números dejan en claro que sólo podría aspirar a una derrota.

Pero el cristinismo la precisa activa, ya que es su principal carta de negociación al momento de la negociación de las candidaturas. Y no cejará con sus slogans “luche y vuelve”, en el marco del “operativo clamor”. Es cierto que, tal como planteó el periodista Carlos Pagni, a diferencia del general Perón, puede “luchar y no conseguir volver”. Y la que lo tiene más en claro, seguramente, es ella misma.

Así las cosas, apareció una nota de Roberto Navarro en la que asegura que Alberto Fernández le confió en supuestos chats que seré “quien termine con veinte años de kirchnerismo.” ¿Dijo eso efectivamente el presidente? ¿En qué contexto? Y, en caso de ser así: ¿Lo hizo para que tomaran estado público sus declaraciones, o sólo se trató de una confesión en el marco de la intimidad de una relación de confianza que el periodista habría quebrado?

Con las constantes agresiones y desacreditaciones sobre el presidente, éste naturalmente se siente desafiado a insistir en su derecho a presentar su candidatura. Convencido de que Cristina no se arriesgará a competir en una elección presidencial que sólo le propone la derrota, Alberto hasta puso el nombre de su eventual competidor cristinista: “Coqui” Capitanich. Por si fuera poco, hasta subió la apuesta asegurando que, si el gobernador chaqueño se imponía en la interna entre ambos, saldría fortalecido para la presidencial. Más allá de que esto sea muy cuestionable, Alberto Fernández tiene en claro que el Frente de Todos necesita de una PASO para definir a sus candidatos, ya que, en caso de que todo se resuelva por acuerdo interno o por deserción del cristinismo, el “fuego amigo” clausuraría cualquier chance de competir con posibilidad de éxito.

El presidente –y buena parte del peronismo que lo respalda- advierte un dato incuestionable de la realidad, y es que la próxima candidatura presidencial del oficialismo, para tener alguna chance cierta, deberá ser legitimada previamente por una elección interna. Las elecciones de medio término de 2021 permitieron extraer una conclusión taxativa: Juntos por el Cambio, gracias a la competencia en las PASO, consiguió acotar considerablemente la fuga de los votos conseguidos en 2019. Al oficialismo le sucedió lo contrario. La enseñanza no debería dejarse pasar por alto, ya que ahora no se juega “simplemente” una renovación legislativa: está en juego el premio mayor, ya que se definirá el futuro de los argentinos. ¿Qué mejor manera de convencer a quienes prefirieron quedarse en sus casas antes que votar en contra del peronismo que convocarlos a decidir quiénes serán los encargados de conducir las luchas futuras?

Volviendo a Cristina, cierto es que no parece mirar en dirección de “Wado” o de Axel al momento de pensar en su candidato, y que el favorecido sería Sergio Massa. El problema aquí es que se trataría de un candidato muy condicionado por el éxito de su gestión.

También existe un segundo interrogante sobre el ministro de Economía: quiénes siguen aceptando el liderazgo de Cristina ¿podrían votarlo sin dudar, olvidando los posicionamientos políticos que adoptó entre 2011 y 2019, tal como lo hicieron con Alberto Fernández, quien pasó a convertirse posteriormente en el blanco favorito de sus críticas?

En el entorno de Sergio Massa confían en off que sólo aceptaría una candidatura presidencial que surgiera de una especie de “operativo clamor”, sin exponerlo a unas PASO que lo pondrían en riesgo de salir derrotado. Esa sería la razón por la que insiste en afirmar que sus expectativas políticas están puestas en el 2027. El argumento es razonable, aunque colocaría a Cristina en la disyuntiva de dar marcha atrás en su decisión de autoproscribirse, con una derrota segura en las generales, o de hacer jugar a Axel en las PASO presidenciales, ya que la figura de “Wado” de Pedro no tiene el suficiente conocimiento público a nivel nacional y, además, recibe cuestionamientos internos dentro del cristinismo.

Esta alternativa plantearía un altísimo riesgo para el cristinismo, ya que debería destinar su mejor carta a una elección nacional sin garantía de triunfo, entregando posiblemente la provincia de Buenos Aires a los intendentes peronistas. Un verdadero escenario de pesadilla para el cristinismo, que se vería forzado a ceder su principal capital político a cambio de una opción escasamente realizable.   

Enfocando el tema desde otro punto de vista, y atento a las prácticas de la política criolla, sería muy difícil para una fuerza política presentar a un candidato que no sea el presidente en funciones, cuando éste dispone de la alternativa de la reelección. En efecto, ¿cómo se le podría solicitar a la sociedad un nuevo voto de confianza, cuando la coalición gobernante considera que su experiencia inmediatamente anterior de gobierno no ha resultado exitosa?

En este punto es donde entrarían en juego otras opciones. Una alternativa a considerar sería que el cristinismo rompiera con el Frente de Todos, pero probablemente se condenaría a una derrota incluso en la provincia de Buenos Aires al no contar con una opción presidencial potente. O bien el peronismo podría levantar una candidatura amigable con Alberto, como sería la de Daniel Scioli. El embajador en Brasil casi no tendría que hacer campaña, ya que le bastaría con hacer reproducir hasta el cansancio el video del debate presidencial de 2015 con Mauricio Macri, apelar a su exitosa gestión en Brasil o presentar sus pergaminos como vicepresidente de Néstor Kirchner o como gobernador bonaerense. Y hasta tal vez se podría evitar una interna, sumando el apoyo del albertismo y del cristinismo.

La eventual candidatura de Scioli debería resolver al menos tres condicionamientos: el primero, que estaría sujeto a la abdicación de Alberto de su propia postulación; el segundo, que no queda claro qué actitud tomaría el Frente Renovador debido a la larga controversia mantenida con Sergio Massa; y el tercero, cuál sería la posición de la mayoría de los gobernadores peronistas, que le objetan su permeabilidad al cristinismo. ¿Sería finalmente Scioli el candidato para liderar al panperonismo en caso de una derrota, o contaría con posibilidades efectivas de triunfo? En ausencia de la candidatura de Alberto Fernández y de la negativa de Sergio Massa, seguramente la de Daniel Scioli sería la más potente que podría presentar el Frente de Todos.

Pero aquí surgen dos nuevos interrogantes: ¿Estaría el cristinismo dispuesto a militarla, o adoptaría la misma actitud que en 2015? En el entorno de Cristina dejan filtrar que la vicepresidenta está convencida de la derrota en las presidenciales: ¿Aceptaría que fuera otro la referencia para organizar la oposición a un gobierno de Juntos por el Cambio? Y, en el caso de que Scioli consiguiera imponerse y acceder a la presidencia, ¿cuál sería la actitud de la vicepresidenta y de su espacio ante esta alternativa?

Así las cosas, y aun cuando queda mucha agua por correr por debajo del puente, los senderos del oficialismo se bifurcan. Tal como afirmó alguien que asumió una posición condenatoria hacia el presidente desde un primer momento como Guillermo Moreno –y por lo tanto no podría acusárselo de favoritismo-, con el paso de los días la lapicera de Alberto Fernández se vuelve cada vez más potente dentro del Frente de Todos, al combinar su condición de primer magistrado con la de presidente del PJ, y contar con una de sus espadas, Juan Manuel Olmos, como apoderado del PJ nacional.

Si bien estas propiedades, por sí solas, no alcanzan para ganar una elección interna ni para garantizar la unidad del Frente de Todos, incrementan considerablemente su poderío al momento de definir las candidaturas nacionales, a despecho de quienes, a mediados del año pasado, decretaron la muerte política de un Alberto que, mal que les pese, sigue vivito y coleando.

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