Nadie es dueño de los votos ajenos

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Los 40 años de democracia que celebramos mañana –a los que dedicamos gran parte del diario de hoy– conmemoran una elección como la del pasado 22 de octubre o la del próximo 19 de noviembre. Pero creo que vale la pena insistir, una vez más, que la democracia es mucho más que elegir gobernantes y tampoco es la imposición a las minorías de las ideas de las mayorías. Democracia es la convivencia pacífica de los que piensan distinto, y la elección es su presupuesto básico, ya que sin una elección limpia y un conteo justo de los votos, es imposible saber cuántos y quienes son los que piensan diferente.

Estos 40 años y lo que ocurre en estos días entre la primera y la segunda vuelta, me recuerdan un sucedido de hace ya bastante tiempo. Pienso que puede servir para mejorar la calidad de nuestras elecciones.

Resulta que visité el escritorio de una antigua firma propietaria de campos en la provincia de Buenos Aires. Una de las paredes estaba decorada con una foto, en blanco y negro y bastante grande, de un montón de gauchos –unos 50, diría– a la sombra larga de un eucaliptal, todos montados a caballo y con pinta dominguera. Junto a ellos se distinguía al patrón; y mirándolos desde el suelo, las mujeres y los hijos de todos ellos. Cuando pregunté qué era esa foto, mi anfitrión me explicó que eran el antiguo patrón con toda la peonada a punto de salir a votar un día de elecciones. Y siguió: en esa época los empleados votaban lo que decía el patrón y las mujeres no votaban. La escena era posterior a la primera vez que el voto fue secreto, universal y obligatorio, el 2 de abril de 1916, y anterior a la primera vez que votaron las mujeres, el 11 de noviembre de 1951.

Igual que en aquella foto antigua, hoy cada persona vale un voto, pero pienso que aquellos empleados rurales eran tan fieles a sus patrones que votaban sin drama por lo que este les decía: si quieren tener trabajo, que el país prospere y que haya futuro para sus hijos, voten por mi candidato. Nada distinto de lo que ocurre hoy con el cinismo de los discursos, la compraventa de candidaturas, el clientelismo, la movilización, las campañas sucias, el robo de boletas en el cuarto oscuro, el reparto entre los que tienen fiscal de los votos del partido sin fiscal…

Cada persona es libre de votar a quien quiere y nadie la puede ni la debe coaccionar en su elección. Pero además vale lo mismo el voto del candidato que se vota a sí mismo que el del último analfabeto llevado a votar por la movilización de ese candidato. Hoy, 40 años después de aquella elección que ganó Raúl Alfonsín, todavía tenemos que conseguir que los mecanismos electorales aseguren la libertad de votar, cada uno a quien quiera y que ese voto cuente en la suma total. Todavía falta bastante y en gran parte se debe a que la política prefiere que no sea tan seguro el sistema, precisamente para quedarse con votos inocentes.

Nadie es dueño de los votos ajenos. Esta idea debería ser central en las escasas tres semanas que quedan hasta la segunda vuelta de la elección presidencial. Ningún candidato transfiere los votos que obtuvo en una elección a la siguiente ni a ninguna, porque los votos son solamente de los que votamos y cada vez que votamos somos tan libres como las anteriores, y para colmo –y por suerte también– somos libres de cambiar de opinión. Ningún votante obedece a su candidato sino todo lo contrario, pero además una buena parte vota al que le parece menos malo, o no vota desafiando la obligación. Pero, además, si los votos fueran patrimonio de los candidatos, no haría falta la segunda vuelta porque bastaría con sumarles a los ganadores los votos de los perdedores, en una subasta de apoyos como la que estamos viendo en estos días.

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