“La generación más educada y próspera de la historia de América Latina también es una generación frustrada y desencantada”

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Entrevista a Andrés Velasco, decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics. Afirma que la gran pugna actual en América Latina y otras regiones es entre democracia liberal y populismo, tal vez más urgente aún que la división entre izquierda y derecha.

Andrés Velasco, decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics, reivindica dos etiquetas que en América Latina suelen separarse: liberalismo y progresismo.

Se trata de conceptos con raíces comunes, explica este economista chileno y decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics.

“El padre del liberalismo moderno, John Stuart Mill, fue partidario del voto femenino, de la abolición de la esclavitud, del incremento de los impuestos a los más ricos”, dice Velasco en una entrevista.

Este exministro chileno de Hacienda durante el primer gobierno de la socialista Michelle Bachelet (2006-2010) cree que esa tradición de mitad del siglo XIX tiene total vigencia hasta hoy. Y afirma que la gran pugna actual en América Latina y otras regiones es entre democracia liberal y populismo, tal vez más urgente aún que la división entre izquierda y derecha.

Lo que sigue es una síntesis del diálogo telefónico con este excandidato presidencial chileno y coautor del libro “Liberalismo en tiempos de cólera”, en el marco del Hay Festival Arequipa que se realiza en esa ciudad peruana.

¿Qué diagnóstico hace de la salud actual del liberalismo?

El liberalismo es cuatro cosas: es una filosofía política que reivindica la dignidad del ser humano, es un tipo de democracia que tiene pesos y contrapesos y garantiza los derechos de las minorías, es un estilo de hacer política e intelectual ajeno a las respuestas únicas y las verdades totales, y es un enfoque a cómo se hacen cambios en la sociedad.
El liberalismo piensa que los cambios duraderos suelen ser los que se hacen de modo gradual.
Esas cuatro acepciones del liberalismo hoy están bajo asedio.
Pero eso no significa que esas ideas hayan dejado de ser clave para el buen desarrollo de las sociedades. Hay algunos indicios que el ciclo de debilidad del liberalismo acaso también empieza a llegar a su fin.

¿Esto aplica para América Latina?

Aplica para el mundo. Cuando digo que empieza a, no digo que el giro haya ocurrido. Pero uno empieza a observar un cansancio con experimentos populistas autoritarios.
En Estados Unidos después de Trump había una gran demanda popular para que alguien serio y responsable se hiciera cargo del gobierno, basta de niñerías.
Se ve en la unidad de muchos países democráticos del mundo frente a la agresión en Ucrania, en los graduales cambios en las encuestas que fortalecen a algunos líderes liberales. Pero esto es todo muy incipiente.
El sello del ciclo reciente es más bien lo contrario: el auge del populismo autoritario.

¿La pandemia tendrá algo que ver en este aparente cambio?

La pandemia tiene efectos en ambas direcciones. Por un lado, queda claro que muchos de estos regímenes populistas manejaron muy mal la pandemia. Cuando se descree de la ciencia, del diálogo, las víctimas son los ciudadanos y las ciudadanas. Y eso se paga en la política democrática.
Por otro lado, también es cierto que la pandemia llevó aparejada una crisis económica, un retroceso de los tenues avances que había en América Latina hacia una menor desigualdad, provoca una tremenda destrucción de empleo.
Y esas situaciones duras suelen ser caldo de cultivo para los liderazgos carismáticos que dicen: vote por mí y yo le arreglo todos los problemas de un plumazo.
En América Latina en nombre del liberalismo se han cometido muchos errores. ¿Ha cobrado mala fama esa expresión de forma merecida o injusta?
Es que aquí se mezclan dos cosas que tienen poco y nada que ver. Las ideas de la democracia y la dignidad humana no las veo cometiendo ningún error.
Me imagino que los errores que tienes en mente son los excesos de cierto ideologismo económico que en aras del libre mercado ha provocado todo tipo de crisis económicas. Pero eso no es consustancial ni necesario para el liberalismo.
La escuela de Chicago mal entendida y el culto al libre mercado no tienen nada que ver con las ideas capitales del liberalismo, ni menos con las del liberalismo progresista.

¿Qué ejemplo del liberalismo destacaría como exitoso en Latinoamérica?

No se trata de apuntar con el dedo a un gobierno o un período, pero creo que es indudable que los avances han venido en América Latina cuando las democracias se han fortalecido, los derechos de las personas no han sido pisoteados y gradualmente se ha ido construyendo un aparato estatal que le dé más tranquilidad a la gente en sus vidas, en la educación, la salud y la jubilación.
Los países con democracias más fuertes de la región, con mayor tradición democrática y liberal, son los que más avanzaron en esa dirección.
Los tres ejemplos obvios son Costa Rica por el norte, Uruguay por el Atlántico y Chile por el Pacífico. Son los tres países de más larga tradición democrática, con mayor estabilidad democrática aunque todos han pasado por sus remezones, y son también los países con mejor desempeño en el Indice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas.
Eso no es casualidad, como tampoco es casualidad que los países que una y otra vez caen bajo la dictadura, el autoritarismo o la demagogia carismática de algún líder son los países donde vemos menor desarrollo humano y bienestar.

El liberalismo en la región parece carecer sin embargo de líderes populares. Usted mismo fue candidato presidencial en Chile y no consiguió llegar a La Moneda. ¿Tiene una explicación de esta falta de liderazgo liberal en América Latina?

Estoy escribiendo un libro al respecto, no sobre América Latina sino precisamente sobre las dificultades que tiene el liberalismo como filosofía política en convertirse en proyecto político.
Líderes como Macron en Francia, Trudeau en Canadá o Jacinda Ardern en Nueva Zelanda son excepciones a esa tensión que planteas.
Pero no niego que al liberalismo reformista de centro muchas veces le cuesta convertirse en alternativa política.
Una explicación es que históricamente el liberalismo sobrevaloró el peso de la argumentación puramente racional y cuantitativa en el debate público. La confianza de los votantes en un candidato tiene que ver con los afectos, los valores compartidos, la creación de un proyecto nacional. Y eso a los liberales históricamente les ha costado.
Una segunda dificultad es que el liberalismo hace las cosas en serio, busca evidencia, trata de medir las consecuencias antes de poner una política en práctica. Eso es muy necesario, pero no cabe en una pancarta ni hace que la gente salga a la calle.
Un desafío del liberalismo es, sin abandonar el sentido de seriedad de las reformas, darle un carácter más político que haga que la gente aprecie la importancia de hacer las cosas bien.

¿Para ganar competitividad política el liberalismo debe ganarle la batalla al populismo en términos de emociones y demostrar que sus razones funcionan?

Hay un viejo dicho: la guerra es muy importante para dejársela a los generales. Hay un dicho análogo: la emoción es demasiado importante para dejársela a los populistas.
La oposición total entre razón y emoción es muy propia de la ilustración. Pero los psicólogos, antropólogos y científicos cognitivos modernos nos dicen que razón y emoción son dos lados de la misma moneda. Los seres humanos tomamos las decisiones utilizando la razón y la emoción.
Esa división extrema entre razón y emoción es inexacta como descripción del mundo, pero es una mala receta a la hora de hacer política.
Es importante que el liberalismo no sea una ideología fría, lejana, importada, sino algo que se encarne en un proyecto.

Usted señala que el populismo tiene su cuna en América Latina y es un producto de exportación no tradicional de la región. ¿Es esto una ventaja del populismo respecto al liberalismo, que muchos suelen ver como algo importado?

América Latina tuvo raíces liberales partiendo por nuestros padres de la patria: San Martín, O’Higgins, Simón Bolívar fueron todos protoliberales, muy anteriores a los populistas y demagogos de la primera mitad del siglo XX.
No nos vengan a decir que el populismo es propio y la democracia y el liberalismo son ajenos e importados. Eso no es así.
Ahora, es evidente que las ideas de la democracia liberal han tenido altos y bajos en América Latina. Tuvieron un período de retirada durante las terribles dictaduras de derecha en tantos países en las décadas del ’70 y ’80. También han tenido que sufrir el embate de otros populismos más recientes, tanto de izquierda como de derecha.
Pero insisto: aquellos países en América Latina que han prosperado son aquellos donde las instituciones de corte liberal se han enraizado de modo más profundo.

También ha dicho que la confrontación de la primera mitad de este siglo es entre los defensores de la democracia liberal y los populistas. ¿Es más importante hoy esta división que la que existe entre derecha e izquierda en América Latina?

No sé si más importante, pero quizás es más urgente.
Esa división tan brusca entre derechas e izquierdas ha ido perdiendo algo de relevancia, porque surgen temas que no toman naturalmente esa etiqueta.
¿La lucha contra el calentamiento global es de derecha o de izquierda? ¿Los derechos civiles y de dignidad de las personas vinculadas al movimiento feminista o por el matrimonio igualitario, son de derecha o de izquierda? En ningún caso está claro.
Por otro lado, es bien evidente que las amenazas a la democracia liberal y a los derechos de las personas pueden venir de gobiernos que se dicen de izquierda o de derecha. Eso uno lo ve en el mundo.

Ha cuestionado la noción de que el populismo surge como consecuencia de una creciente desigualdad, en especial en Latinoamérica. Pero los populistas tienden a llegar al poder en momentos de crisis económica, cuando las desigualdades tienden a acentuarse, como ocurrió con Chávez en Venezuela o Bolsonaro en Brasil…

Hay suposiciones detrás de la pregunta que no comparto. Primero un hecho: la desigualdad de ingresos, como la miden los organismos internacionales, cayó por los 15 años más o menos previos al COVID.
Entonces, la afirmación de que la desigualdad subió y eso gatilló al populismo no puede ser correcta, al menos si la definimos por desigualdad de ingresos.
A veces las explosiones de desencanto popular no vienen al cabo de períodos de crisis sino de prosperidad. Es lo que pasó en Estados Unidos o en Francia en la década de los ’60: las tres décadas previas habían sido las más estables y prósperas de la historia de esos países, a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los acertijos interesantes, porque es un asunto complejo acerca del cual no me parece sano tener muchas certezas, es por qué hubo una oleada de evidente desencanto público en los países que al menos en el papel habían tenido mejor desempeño en los últimos 30 años: pienso en Perú, Colombia y por supuesto, Chile.
El proceso se revierte además en el caso de Chile cuando se escribe una Constitución que se supone que va a dar respuesta a ese desencanto popular, se somete a referéndum y casi dos tercios de los votantes votan en contra.
Todo eso nos revela que hay que tener cuidado a la hora de dar explicaciones demasiado simples a estos fenómenos.

De hecho, una de las explicaciones que ha ofrecido es que, más que por el lado de una creciente desigualdad, a veces este descontento popular con la clase política surge de la rigidez de las sociedades: a nivel de prejuicios, de jerarquías, de mercado laboral…

Cuando hay un cierto avance económico y social surgen nuevas tensiones, nuevas desigualdades y nuevas causas de frustración que no son equivalentes a decir que la sociedad fracasó.
Un ejemplo de Chile que también es aplicable a Brasil, Colombia, Perú o México: en los últimos veinte o treinta años casi todos los países de la región experimentaron un incremento muy brusco en la matrícula en la educación superior.
En caso de Chile, entre el 15% o el 20% de cada generación asistía a la Universidad y hoy esa cifra anda por el 50%, más o menos la que se observa en España, Portugal o Italia.
Buena parte de esa expansión vino por la vía de la educación privada, con lo cual muchas familias se endeudaron.
¿Qué significa esto? Por un lado, es indudable que para un país es mucho mejor tener una población más educada. Al mismo tiempo, hay una generación de transición que se encuentra con que un título universitario ya no es un boleto de entrada a la élite. Y dice: trabajé duro, mi familia se endeudó y gano mucho menos de lo que yo esperaba.
Esa generación vive una tremenda paradoja: es la generación más educada y próspera de la historia de nuestro continente, pero también es una generación frustrada y desencantada.
¿Entonces, es eso signo del avance de un país? Por supuesto que sí. También revela que el avance trae nuevos desafíos, problemas y frustraciones.

¿Esos más educados se sienten más tentados por el populismo?

Eso es difícil de responder de buenas a primeras. Es indudable que en algunos países la demagogia cortoplacista ha tenido mayor apelación entre los grupos populares a los que se les ofrece algo hoy sin entenderse necesariamente que eso va a tener un costo mañana.
Pero también es cierto que muchas veces los que salen a marchar y gatillan el auge del populismo político son los sectores de clase media.
En Colombia o Chile, las vanguardias de las marchas de los últimos años eran estudiantes universitarios que pertenecían a la generación más próspera de la historia de sus países. No eran necesariamente los más pobres ni los más vulnerables.
Algo de eso también hay en la historia del peronismo en Argentina, un movimiento que tiene raíces populares pero también raíces fuertes en sectores de la clase media.

Más recientemente ha escrito sobre la llegada de una agenda “woke” a Latinoamérica. ¿Por qué le preocupa este fenómeno?

Celebro que en América Latina la agenda de igualdad se haya ampliado y estemos hablando mucho más que antes de la paridad entre hombres y mujeres, del matrimonio igualitario, de los derechos de las minorías sexuales… Es un logro civilizatorio gigantesco.
Lo que me preocupa, y lo hemos visto ocurrir en Estados Unidos con Donald Trump y en Gran Bretaña con el Brexit, es que esa agenda esencial a veces es capturada por grupos donde la política “de un asunto” hace muy difícil el diálogo democrático, que consiste en poner en la mesa varios asuntos y discutir abiertamente sobre las prioridades.
Hace poco en Chile se eligió una convención constitucional de activistas, muchos de los cuales tenían una agenda que podía ser el medioambiente o los derechos de un grupo en particular.
Como concepción estaba muy bien, pero cuando todo se pone detrás de una causa en desmedro de las otras, el votante dice: ¿Quién está hablando de ciertas cosas que a mí me interesan? ¿Qué va a pasar con mi pensión? ¿Y con la propiedad de mi vivienda? ¿Y con el acceso al agua si soy agricultor?
Entonces hay un divorcio entre lo que se percibe como causas progresistas y los intereses de la clase media. Ese divorcio es evitable, porque ambas agendas son cruciales.
Pero lo preocupante es que cuando se produce ese divorcio se abre la puerta a las demagogias de derecha, que dicen que hay que ignorar la agenda progresista.
Ocurrió en Estados Unidos, en Gran Bretaña con el Brexit, en Polonia con Kaczynski y en Hungría con Orbán: se provoca una reacción de populismo de derecha que hace retroceder muchos de esos avances civilizatorios y se impone una agenda que suele ser autoritaria, amenazante para la democracia.

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